Hace varios días encontré en twitter que un crítico de cine mexicano, Ernesto Diezmartinez, había comenzado a publicar hilos diarios sobre directores “clásicos” de cine que teníamos que cancelar con sus “obras maestras”, debido a actitudes y comportamientos racistas, misóginos o fascistas que habían tenido durante su vida. En el primer tweet hacía un llamado a la coherencia y a que, si había que moralizarnos, nos moralizáramos con radicalidad. La lista se ha ido nutriendo al paso de los días con nombres como Griffith, Fassbinder, Mizoguchi, Pabst o el “Indio” Fernández.
En redes sociales, publicaciones semejantes aparecieron después de que la editorial francesa Hachette anunciara que ya no publicaría las memorias de Woody Allen. El tono de muchos de estos tweets fue claramente irónico, pero eso no disminuye su negligencia. Por el contrario, al ridiculizar la “cultura de la cancelación”, se arremete y pone en cuestión —¿involuntariamente?— todo un movimiento que busca no sólo alentar las denuncias de abuso y violación dentro de la industria cultural, sino resquebrajar todo el sistema de prácticas y creencias que ha servido como sombrilla de esas violencias cometidas por los hombres en contra de mujeres y de otros hombres.
No pienses en un elefante o el argumento de la pendiente resbaladiza
El lingüista y analista del discurso George Lakoff en su libro No pienses en un elefante disecciona el modo de argumentar de los políticos norteamericanos de derecha y extrae una jugosa lista de estrategias retóricas que les son características. Éstas las podemos encontrar hoy no sólo en los seguidores de Donald Trump, sino en una amplia gama de discursos reaccionarios.
Uno de esos modos de argumentación Lakoff lo bautizó como “la pendiente resbaladiza”, que consiste en que, una vez concedido el primer paso, hay que dejarse ir hasta el precipicio. Pensemos en el ejemplo de la legalización de los matrimonios homosexuales y el repelús que causa a los conservadores y pro-vida, quienes no dudan en denunciar que abrir esa puerta jurídica permitirá que en un futuro —para ellos cercanísimo— se legalicen la pederastia y la zoofilia. No hay consecución lógica entre ambos eventos (aunque para ellos la lógica es irrefutable), pero establecer una posible conexión entre ellos logra generar miedo y desmovilizar el apoyo a estas iniciativas.
Esta “falacia de tobogán” actualmente se ha revestido de ironía: la capucha favorita de los discursos reaccionarios en el siglo XXI; y, con ello, se ha revitalizado el empeño por, desde el humor, minimizar y rivalizar con reivindicaciones sociales, especialmente feministas.
Entre la cultura de la cancelación y la cultura de la denuncia
No fue el primero, pero sí el más mediático. En octubre de 2017, aparecieron las primeras acusaciones contra Kevin Spacey. Menores de edad, empleados de Netflix y numerosos actores aseguraron haber sido acosados o abusados sexualmente por el actor. No pasó mucho tiempo, ni siquiera un mes, para que Spacey perdiera todos los contratos con Netflix e incluso fuera removido de las producciones en las que estaba trabajando. Spacey ofreció disculpas, se internó en una clínica, pero nada fue suficiente para que recuperara su trabajo.
Las acusaciones de abuso sexual no han sido los únicos motivos esgrimidos para “cancelar” un actor, o escritor. Comentarios misóginos, racistas, chistes sobre pedofilia, han provocado que actores salgan del reparto de una película o que directores abandonen un rodaje a la mitad. No importa si la acusación fue de un hecho reciente o de hace 30 años, la “cancelación” se ha convertido en un fantasma que deambula por todos los pasillos buscando a quien devorar.
Si bien es cierto, que la “cancel culture” es ahora una de las expresiones más viscerales y tiránicas del fandom, ésta ha caminado paralelamente al impulso que movimientos como #MeToo ha dado a la cultura de la denuncia.
Las violencias sexuales han sido durante muchos años silenciadas en el ámbito familiar y laboral. La revictimización provocada por las instituciones judiciales, la estigmatización social, las amenazas de represalias y la normalizada incredulidad del hombre ante la palabra de la mujer se convirtieron en poderosos silenciadores de las voces de las víctimas. Sin embargo, las redes sociales han favorecido la creación de nuevas formas de solidaridad que han empoderado a quienes padecen o padecieron alguna violencia sexual a hablar de ello y a denunciar a los perpetradores.
No sólo se trata de un ejercicio terapéutico, sino sobre todo de visibilizar en el espacio público-mediático la recurrencia de prácticas opresivas y de dominación que ha ido formando a nuestras industrias culturales y a la historia del arte en general. La cultura de la denuncia, más que cancelación, pide justicia: si no es posible ya iniciar un proceso judicial, o la reparación del daño es insuficiente, es necesario luchar por la garantía de la no repetición. Y si para ello hay que desmantelar la industria desde sus cimientos, pues no hay tiempo que perder, ni habrá estrategia que sea excesiva.
En busca de una nueva memoria fílmica o el fin de los cánones
La revisión del canon ha sido uno de los ejercicios que los movimientos feministas ha promovido con fuerza. ¿Qué hacer con la obra de directores, escritores o cantantes que hoy sabemos ejercieron múltiples violencias contra mujeres, hombres o niños, y cuyas creaciones ocupan ya varias páginas de la historia del arte?
Las respuestas no han sido unánimes y no tienen por qué serlo. Desde el mero reconocimiento de la complejidad de una persona, pasando por abrazar la “valentía de la incoherencia” (el reconocer que una obra nos gusta, aunque aborrezcamos a su autor), hasta la denuncia y renuncia voluntaria a esos autores y sus obras; no hay consenso, mucho menos imposición, sobre qué alternativa elegir.
El cuestionamiento del canon está atravesado por el rechazo de la premisa “Hay que separar la obra de su autor”. En vez de ello, lo que se quiere es indagar hasta qué punto los autores canónicos lograron posicionarse como tales y construyeron su legitimidad a costa de cometer violencias (¡delitos!) en contra de sus subordinadas y subordinados, o solapando las agresiones cometidas por otros hombres. Identificar y visibilizar estas violencias estructurales, “invisibles”, ha servido para dar cuenta de cómo muchas de estas industrias se han consolidado gracias a las complicidades y la reproducción de prácticas depredadoras.
Pienso, por ejemplo, en la parsimonia del tono que emplea el director Abbas Kiarostami para referirse a los comportamientos abusivos y acosadores de Chaplin en el rodaje de El chico. Esta reducción del acto violento a mera anécdota consolida la obra de Chaplin a expensas del dato de su «vida personal»: reproduce el canon, demerita las violencias.
Frente al canon vertical y monolítico —eminentemente masculino y autoritario—, han proliferado las memorias fílmicas situadas desde la diversidad étnica, sexogenérica o funcional, construidas, no sobre la defensa del genio, sino desde la horizontalidad, los afectos empáticos y buscando fortalecer las solidaridades/sororidades existentes. Gracias a estas nuevas miradas sobre el pasado, se han revalorizado voces de mujeres y hombres que habían quedado silenciadas y aplastadas por el discurso hegemónico de los defensores del canon.
Adiós al paradigma del genio atormentado
Además de una revuelta del canon, hay en esta revisión crítica del pasado un intento por dejar atrás la imagen romántica del artista como “genio atormentado”. Poseído por demonios, dueño de un aura poderosa, e investido por toda la imaginería religiosa: el culto, la devoción, el sacrificio; el artista de pronto se descubrió situado en una esfera aislada, y por encima, del resto de los hombres y las mujeres. Por lo tanto, tanto su vida y la vida de los demás quedaban subordinados y sometidos a su obra.
Habitante de los cielos y los infiernos, su labor vicaria lo eximía de todos sus errores y sus excentricidades. Podía tener un esclavo, encerrar a su hija en una habitación cada mañana, o participar de sangrientos rituales con animales; nada importaba siempre y cuando pariera, del encuentro con el submundo de las pasiones humanas, una obra maestra.
La vida del artista tenía que ser tan fascinante como enigmática, tan perversa como arrebatada. Su genio radicaba en esa suma de contradicciones. Mientras más patológica fuera su locura, más atrayente su obra (pensemos en todas las generaciones de «escritores malditos«, desde el simbolismo francés hasta los beatnik norteamericanos). Este modo de contar las vidas de los artistas, ¡y de vivirlas!, se popularizó a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y, en gran medida, coadyuvó para la creación del canon contemporáneo.
El artista no sólo era fascinante, también quedaba eximido de sus pecados. No existía ningún equivalente al derecho canónico que los juzgara, de allí que la mayoría de sus actos quedaran impunes y fueran, paradójicamente, legitimados y solapados por el genio de su obra.
La cultura de la denuncia y las reivindicaciones feministas y étnicas pugnan por un cambio de paradigma en el seno de la creación artística. Dejar atrás el lenguaje vicario y sagrado de la creación como sacrificio y como tormento (creo que todos coincidimos en que una obra de arte no es producto de una intervención sobrenatural como lo pensaban los griegos o los románticos), y empezar a pensar en acciones de cuidado y autocuidado dentro del proceso creativo mismo (léase el ensayo indispensable Su cuerpo dejarán de Alejandra Eme). Remplazar el egoísmo de la inspiración por la colaboración de las escrituras colectivas, múltiples, anónimas. Acabar con la idea solitaria y onanista del autor y poner en el centro figuras y símbolos que apelen más a la colectividad y a lo común que al individuo.
Más que ridiculizar la «cancelación», se requiere potenciar las voces disidentes y las denuncias. En vez de radicalizar el humor, es necesario radicalizar nuestras lealtades. Todavía quedan muchas complicidades por deshacer y muchas violencias por sacar a la luz.
¿Ustedes qué opinan, Cinéfilas y Cinéfilos? ¿Es justa la cultura de la cancelación?