Las dos películas ganadoras de los festivales de cine más renombrados a nivel mundial, Venecia y Cannes, muy pronto se alzaron en medio de la crítica con la etiqueta de «Obras maestras». Joker llegó a salas y corroboró en las audiencias el buen impacto que tuvo en Venecia. Casi paralelamente, aunque de forma mucho más discreta, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes, Parasite, comenzó a sembrar la misma satisfacción entre quienes lograban verla.
Luego de su estreno en México en el Festival Internacional de Cine de Morelia y a punto de tener funciones en otras salas nacionales como parte de «Lo mejor del 17o FICM en la Ciudad de México«, Parasite no ha dejado de cosechar elogios. Pero, ¿qué es lo que hace a esta cinta surcoreana una obra maestra del cine reciente?
Cine líquido o la necesidad del acontecimiento
Podríamos pensar, si nos dejamos llevar por los titulares de la prensa y por algunos críticos, que este año ha sido excepcional para el cine y la televisión ya que ha estado plagado de grandes producciones y varias obras maestras. Desde Chernobyl hasta Watchmen, no es extraño encontrar que cada semana un canal de streaming estrena «la mejor serie de todos los tiempos». Lo mismo en cartelera: hemos visto al menos dos «mejores películas del año» en cada género. Los Festivales no han sido la excepción y la minoría que los disfruta se ha jactado en redes sociales de encontrar allí las obras cumbre del año (pienso en las numerosas alabanzas que desató la suiza Bird Island en el marco del Festival de Cine Contemporáneo Black Canvas).
No sólo se trata de retórica publicitaria por parte de las productoras, las distribuidoras y la prensa (que la hay), sino que también las audiencias viven/vivimos cada fin de semana un momento apoteósico en la historia del cine, sea con el mejor debut en comedia de los últimos años Booksmart, o con Joker, la mejor película en la historia del cine de superhéroes. Repito: o es un año excpecional y debemos sentirnos privilegiados; o se trata de algo más.
Pensemos, con Zygmunt Bauman, que se trata de algo más. Cuando el sociólogo polaco lleva su concepto «líquido» al arte, da cuenta de que:
Para recuperar (aunque sea sólo por un momento) su capacidad de excitar, la obra de arte debe ser rescatada de la grisácea cotidianeidad y convertida en un acontecimiento único […]. Para llegar a ser un objeto de deseo, convertirse en una fuente de sensaciones, poder tener, en otras palabras, relevancia para los que viven en la postmoderna sociedad de consumidores, el fenómeno del arte debe manifestarse ahora como acontecimiento.
Si seguimos a Bauman, para sobrevivir la permanente inundación de contenido audiovisual, y seguir teniendo algún tipo de «experiencia» más allá del consumo, las audiencias estamos necesitadas de acontecimientos únicos: obras maestras, mejores películas del año. Sólo que esta necesidad se ha vuelto cada vez más recurrente: imperiosa.
La reacción del público ante Parasite no está exenta de este comportamiento, que oscila entre la mendicidad del que pepena entre la basura y el estado alterado del que vive en éxtasis continuo. Sea o no, la «mejor película» en el cine contemporáneo, en la indstria surcoreana o en el universo más pequeño de la filmografía de su director Bong Joon-ho, no es lo que más importa. No hay que olvidar la sentencia del poeta Vicente Huidobro: «El adjetivo que no da vida, mata». Y por adjetivos tan elocuentes como el de «obra maestra» ya hay decenas de cadáveres en la historia del cine.
Una cinta, tres momentos
Hay tres momentos nodales en Parasite. El primero es una pálida conversación entre dos amigos, el cual sigue a la celebrada presentación de nuestros personajes centrales: una familia surcoreana que vive literalmente en el submundo de la ciudad, donde incluso los ebrios pueden orinar hacia su ventana y donde el camión fumigador pasa continuamente a combatir las plagas humanas y no humanas. En esa cuidada secuencia, Joon-ho nos presenta a los hijos Ki-woo y Ki-jeong tratando de recuperar la señal del wi-fi de sus vecinos. Es, desde luego, una señal robada.
Luego de ese preludio, vemos al hijo Ki-woo conversar con su amigo Min-hyuk. Este último le aconseja que tome su lugar como tutor de inglés de la hija adolescente de los Park. Recibirá buena paga y le bastará con la recomendación y un título universitario falso para conseguir el empleo. Después de este primer punto de giro que transformará la vida de los personajes, la cinta se embarca en una especie de home invasion que es al mismo tiempo una ácida comedia que un thriller angustioso. La astucia de Ki-woo y del resto de su familia les permitirá adueñarse de cada uno de los puestos del trabajo doméstico: la hermana se convertirá en tutora de pintura del hijo menor de los Park, el padre en chofer y la madre en ama de llaves.
En una de las secuencias climáticas de esta primera parte de Parasite, Bong Joon-ho construye una escena en la que el trepidante montaje a cargo de Yang Jin-mo y la fastuosa música de Jeong Jae-il se alían para dotar a elementos triviales como la ralladura de durazno y una mancha de catsup de una profundidad dramática pocas veces alcanzada en la filmografía de Joon-ho.
El segundo momento climático de esta primera parte no es menos excepcional. Cuando los Park se toman un día de descanso fuera de la ciudad, los Kim deciden pasar toda la tarde en casa de los Park. En medio del carnaval que arman (donde el mundo se pone al revés por un instante y ellos poseen la casa), reciben una inesperada visita. La antigua ama de llaves ha vuelto para revisar algo que dejó olvidado en la casa. No se trata de una sombrilla o un vestido, sino de su esposo, quien lleva años viviendo en el sótano de la residencia. Las dos familias, identificadas ambas por su condición parasitaria de vivir a expensas de los Park, se enfrentan en el más ácido momento de la cinta en donde la antigua ama de llaves imita al líder supremo de Corea del Norte y donde un celular es tratado por los personajes igual que el detonador de una bomba nuclear.
Bong Joon-ho no consigue llevar más allá su sátira sociopolítica y la remplaza por un drama de secretos que protagonizarán ahora los cuerpos moribundos de los Kim y sus aún mas flagelados contrincantes Moon-gwang y Geun-sae. La comedia, si queda alguna aquí, se torna más negra y violenta (con incómodos momentos de slapsticks), pero el suspense dominará la cinta hasta llegar al último evento nodal de la cinta: la luminosa fiesta del hijo menor de los Park.
Spoiler alert: todo se torna en un baño de sangre, y en el momento mas álgido Joon-ho enfrentará a los patriarcas de las tres familias (todas ya igualmente deshechas) en un combate donde sólo uno sobrevivirá para internarse de nuevo en las sombras. Esta última decisión de Joon-ho conducirá la trama hacia una secuencia final que convierte la cinta ya no en una comedia ácida, ni en un thriller de suspenso, sino en un doloroso drama aspiracional.
Parasite: ¿Más allá del realismo capitalista?
La cinta de Joon-ho, a medida que avanza, se torna mucho más soportable. Las estrategias de la comedia empleadas en la primera parte de Parasite que desestabilizan al espectador y vuelven más aguda su crítica social van desapareciendo. Luego, la trama y la forma se revelan como profundamente reiterativas. Que los pobres viven en la mierda (tanto en México como en Corea del Sur) no es nada que no sepamos. Es cierto: Joon-ho lo representa con una estética embelesadora en aquella inolvidable escena donde del retrete escapa un chorro de excremento y lo único que quieren los hermanos Kim es poder ver el celular.
Que los ricos son despiadados e indiferentes (en México y en Corea del Sur) es también un lugar común. Y la arquitectura de Parasite se regodea en remarcar la obviedad: la casa de los Park está arriba, es siempre retratada en su amplitud, sus decorados ostentosos, y en su asepsia. Los Kim, por el contrario, aparecen en encuadres enjutos, sucios, oscuros y, por si fuera poco, para hacer más explícita su condición, un personaje nos hará saber que huelen mal.
Con la escena final, Joon-ho resuelve el enigma de Parasite de manera que toda postura crítica que podría extraerse de la cinta, en vez de radicalizarse, se esfuma. Ki-woo, en un momento «lalalandesco», escribe una carta a su padre perdido donde le deja en claro que ya conoce la manera en que lo salvará: estudiará una carrera, conseguirá un buen trabajo, amasará una fortuna y adquirirá la casa donde ha quedado atrapado. Todo esto es, desde luego, un sueño, una aspiración: la única y última con la que la familia puede sobrevivir.
Uno de los más recientes enfantes terribles de la filosofía, Mark Fisher, propuso antes de suicidarse la categoría «realismo capitalista» para referirse a «la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa».
Esta cerrazón de alternativas no es nueva en el cine de Joon-ho. Recordemos Okja donde toda crítica queda inoperante y la compra-venta se convierte en la única manera de rescate del animal. Asimismo, en Parasite Ki-woo se resigna a la inutilidad de todo esfuerzo de lucha contra las desigualdades y se conforma con desear lo que todo el mundo desea: tener éxito económico. El mundo de Parasite es una exacerbación, casi una alegoría, de nuestro propio mundo, donde las desigualdades regulan los espacios, las relaciones y las violencias y donde la catástrofe no puede lograr más que reconsagrar el orden existente.
Parasite es presa de ese realismo capitalista donde el capitalismo es lo único que queda para modelar nuestros deseos, es una película donde las posibilidades oscuras que pueden cambiar la historia son relegadas al ático.
¿Una obra maestra? Quizá una frase de George Steiner sirva más: Parasite es, como muchas otras películas que abandonan el compromiso con la crítica radical para sobrevivir en medio del torrente de imágenes que nos ahoga, una cinta con «un impacto máximo y una obsolescencia instantánea».