Después de ese ejercicio de seducción, placer y felicidad que fue Un bello sol interior (2017), donde Claire Denis, de la mano de Juliette Binoche como protagonista, se adentró en la creación de imágenes y diálogos que nos sumergieran en el interior de una mujer en busca del amor; la cineasta francesa da un giro a su filmografía y viaja al espacio.
En High life reaparecen algunos de sus temas característicos: el sexo, la dominación, el deseo, pero ahora expresados a través de un juego de cuerpos mucho más hosco y destructivo.
El espacio como borde
Contrario a lo que nos suelen presentar varias películas de ciencia ficción, el espacio en High life no sólo es el sueño onanista de la técnica, en tanto último territorio por explorar, sino la representación máxima de eso que Marc Augé denominó el «no lugar».
En este experimento no veremos a los grandes científicos ni a los más eminentes seres humanos; al contrario, Denis elige un grupo de hombres y mujeres condenados a muerte para expulsarlo fuera de la Tierra. La nave será no un territorio seguro, sino un infierno, entendido éste en su significado primero: un basurero donde toda comunión (entre hombres, entre mujeres, y aun con las divinidades) es imposible.
Esto no es ninguna novedad en la historia del género, ni en el cine ni en la literatura. De hecho, Denis retoma la experiencia de colonización desde sus entrañas. Los exploradores que salen en busca del nuevo territorio suelen ser, en mayor o menor medida, unos criminales.
La caracterización que hace Denis del espacio alcanza su mayor esplendor, paradójicamente, en el momento más oscuro de High life. Monte (Robert Pattinson) arroja uno por uno los cadáveres del resto de la tripulación fuera de la nave. En un plano alucinante, los veremos, en vez de flotar hacia el infinito, cayendo como gotas en medio de la nada. Las misiones espaciales, como ya avizoraba Hannah Arendt, nos ponen a la especie humana al borde de nuestra condición.
Entre la redención y la infamia
Estructurada en tres momentos y llena de dislocaciones temporales, High life acierta en evitar el rodeo del monstruo que hemos visto infinidad de ocasiones en películas de este tipo. La saga de Alien es el caso más emblemático. Denis tiene claro el fin de todas esas metáforas y lo expone sin máscaras: los únicos monstruos somos nosotros y no se requiere mucho tiempo ni muchos argumentos para probarlo.
High life acierta, también, en poner en el centro el tema de la procreación, la maternidad, la paternidad; atravesándolos por el deseo y la supervivencia. La doctora Dibs (Juliette Binoche) tiene la misión (¿autoimpuesta?) de engendrar un bebé en el espacio. Ella ya no puede (su vagina es de plástico), así que utilizará a los tripulantes para cumplir su frankensteniano sueño.
Ella, como el resto de los personajes, se moverá entre la búsqueda de redención de sus crímenes pasados y el ejercicio de la crueldad que la ha llevado hasta allí. Al final, lo sabemos desde el primer plano, sólo Monte y una bebé llamada Willow conseguirán sobrevivir la frenética lucha que presenciaremos explícitamente en la segunda parte de la cinta.
Crudeza y grandes actuaciones
Denis no muestra ningún recato en lo que quiere enseñar al espectador. Fluidos, golpes, masturbaciones, sexo, cuerpos desnudos, cuerpos rotos, cuerpos fugitivos; todo se presenta bajo la mirada de la directora conjugado con una variada y efectiva gama de colores, pero también sometido a la monotonía gris de los interiores de la nave y a una tiranía de sombras. Con momentos que nos remiten a Tarkovsky (Solaris, 1972), pero también al Godard de Yo te saludo María (1985), especialmente en la fotografía de los vientres; High life eleva la literalidad de sus espacios para construir un simbolismo donde la vida y la muerte encuentran representaciones difíciles de olvidar: el jardín, las constelaciones, el pozo.
Asimismo, Pattinson consigue una actuación destacable. Denis sabe usarlo para explorar una masculinidad ambigua, que se debate entre la contención y la explosividad. El tema del tabú es el que cimenta al protagonista. Desde beber sus propios desechos, hasta la consideración del incesto, Denis quiere con el personaje de Monte poner en vilo los fundamentos de la cultura y la civilización, al menos en términos freudianos.
El triunfo de la incertidumbre
A pesar del sólido comienzo de la cinta en que conocemos a Monte en la etapa de crianza y donde Denis consigue transmitir lo fastidioso que puede ser el llanto de un bebé, High life presenta también desde sus primeros minutos algunos tropiezos. En primer lugar, varias de las explicaciones resultan innecesarias y entorpecen el tono y el lenguaje propio que quiere construir la cinta (el discurso de un hombre en un tren, los apuntes científicos sobre la misión), más allá de pertenecer o no a un género –con su cánones y sus límites– como la ciencia ficción.
La amargura de la segunda parte de la cinta se va diluyendo para abrir paso a la incertidumbre del final. Willow es ya una adolescente y tiene la voluntad y el deseo de finalmente cumplir el objetivo de la misión: recorrer la curvatura de un hoyo negro. Antes de emprender ese último viaje, se encuentran con una nave habitada, y destrozada, únicamente por perros. No obstante ellos desempeñan un papel central en la vida de Monte, la transparencia de la metáfora para hablar del carácter destructivo de nuestra especie y, al parecer, de todo el reino animal, enturbia el impulso que llevaba la cinta.
La última secuencia desembocará prácticamente en el lugar común donde la incertidumbre de lo que hay más allá vuelve a representarse como un territorio abierto, blanco. Nada más acertado, quizá, pero también nada con menos riesgo.
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