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Disney no cambiará el mundo… ¿o sí?

La religión “Disney”, sus fanáticos y los niños que no quieren crecer
Disney no cambiará el mundo… ¿o sí?
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Disney no ha destacado nunca por la novedad de sus historias. Si revisamos su pasado, veremos que desde el principio encontraron en la adaptación la herramienta que los catapultaría al éxito mundial. Pero no en cualquier tipo de adaptación. Su tarea, al ser una empresa de dibujos animados, podría definirse en términos más divinos: dar un cuerpo con gestos y movimientos —¡vivo!— a aquello que antes sólo existía en el papel. No es casual, por eso, que sus primeras producciones se basaran en el famoso personaje creado por Lewis Carroll, Alicia (en Alice’s comedies, 1923).

Luego, Disney se encargó de llevar a la pantalla grande algunas fábulas archiconocidas: “La liebre y la tortuga”, “La hormiga y la cigarra”; así como numerosos cuentos infantiles que conformaron su época dorada: Blancanieves y los siete enanitos (1937, basada en un cuento recopilado por los hermanos Grimm en el siglo XIX), Pinnochio (1940, basado en la novela del italiano Carlo Collodi), Dumbo (1941, basado en el libro de Helen Aberson), Bambi (1942, basada en la novela del austriaco Felix Salten).

Posteriormente, recurrieron a la adaptación para revivir a la empresa después del letargo en que cayó tras la muerte de su fundador: allí aparecieron La sirenita (1989, basado en un cuento del danés Hans Christian Andersen) y La bella y la bestia (1991, basado en un relato francés de Leprice de Beaumont).

 

Las adaptaciones hechas por Disney estuvieron siempre impregnadas de los valores que animaban a Walt: amor a los padres, cortesía, compañerismo, fidelidad y pureza; mismos que no recuperaba necesariamente de las historias que le servían como base (casi siempre sanguinolentas, vengativas, supersticiosas), sino que se acercaban más a los principios que defendía la orden cuasimasónica de DeMolay, en la que el señor Disney participaba activamente.

Paralelamente, los estudios construyeron muy pronto un lugar y una voz en el mundo cultural: ellos serían los nuevos contadores de cuentos. No importaba que los cuentos no fueran escritos por ellos, sino que fueran ellos los encargados de llevarlos a los niños y niñas de todos los hogares.

Gracias a la masificación de las pantallas (chicas y grandes), que se convirtieron primero en las fogatas que congregaban a la familia y luego en las cuidadoras oficiales, Disney se posicionó como el narrador de los cuentos que formarían a las y los futuros ciudadanos del mundo occidental (para corroborar esta idea, basta mirar los cortometrajes donde Donald invitaba a los niños a no faltar a la escuela y, después, a donar dinero para sostener al ejército aliado durante la Segunda Guerra Mundial).


La religión “Disney” y sus fanáticos

Con Disney instituida como narradora oficial de cuentos de hadas, muy pronto se olvidaron las fuentes “originales”. Blancanieves dejó de ser un personaje del folklore germánico para convertirse en un “cuento de Disney”. Poco a poco, la empresa se adueñó de los relatos populares infantiles y comenzó a forjar una tradición con su nombre.

Su segunda época dorada, iniciada en 1989, estrenaría cintas que se convertirían en materia de sueños para toda la generación nacida después del “fin de la historia”. Ya no había muro de Berlín, ni Unión Soviética (lo ocurrido en Chernobyl había acelerado su debacle), nada más quedaba la democracia y el mercado y Disney era una parte central de ese mercado.

La religión “Disney” se impregnó en las niñas y niños que nacimos alrededor del fin de los 80 y principios de los 90. De pronto, comenzamos a hablar con diálogos de El rey león y a construir una identidad alrededor de esos dibujos. Muchos no leímos en nuestra infancia los cuentos de los hermanos Grimm, ni de Andersen, ni de Perrault, sólo conocimos a los príncipes y a las princesas que nos daba la pantalla.

Así, al igual que en toda religión hay un texto sagrado que da sentido al mundo, con Disney muchas niñas y niños aprendimos que la vida debía tener finales felices y que el verdadero amor (heterosexual, obviamente) se mostraba con un beso.

30 años después, algunos de esos niños y niñas se han convertido no sólo en simpatizantes, o adeptos, sino en verdaderos fanáticos. Es un fenómeno usual en las religiones: de pronto, ante cualquier momento de crisis, lo único capaz de dar seguridad es el texto sagrado, canónico, inconmovible. De ése se aferra uno y no hay quien pueda zafarlo de allí.

Los fanáticos de la religión “Disney” han canonizado las películas de las épocas doradas de Disney. No se sabe bien por qué son “doradas”: sí fueron taquilleras, algunas representaron un hito técnico en la histora de la animación, pero lo más importante es que son las cintas que nos acompañaron en la infancia. Eso basta para volverlas sagradas y para convertir a los seguidores en férreos protectores de ese pasado idealizado y pétreo. La defensa (de la familia, de las buenas costumbres, de la moral, de las versiones originales) es otra forma de veneración.

Ahora, dentro del supermercado de la nostalgia, la infancia  —de una generación que se representa a sí misma en apabullante fragilidad y que se imagina sin futuro— parece ser el único lugar donde estar a salvo (¿los mejores años de nuestra vida?).

En esos pasillos de neón y oropel, los live-action se han convertido en la evolución natural de los dibujos animados. Son el equivalente de las nuevas versiones de los textos sagrados: éstas tienen palabras más comprensibles, formatos más amenos (algunos incluso tienen dibujos) e incluyen comentarios que revelan nuevas aristas de los eventos y de los personajes. Pero, al fin y al cabo, acaban mostrando y diciendo lo mismo que antes. Ésa es su virtud. Porque, para los fanáticos, las contradicciones son insoportables.

En los live-action los animales ya no son dibujos, ahora están hechos digitalmente, casi como si fueran reales. Asimismo, las princesas ahora son mujeres de carne y hueso y tienen una historia más allá del primer beso y del “vivieron felices”. Disney ha crecido para sus fanáticos, pero ¿éstos realmente han crecido?


Disney y los niños que no quieren crecer

¿Por qué un niño ve la misma película una y otra vez? La psicología da una respuesta: cuando somos niños, nos es más fácil aprender mediante las repeticiones. Además, cuando se aprende de esta manera, muy pronto se puede formar parte del mundo de la película hablando los diálogos de los personajes o simplemente sabiendo qué es lo que pasará después.

Desde esta perspectiva, uno se convierte en adulto cuando deja atrás esta forma de aprender y ya no se complace en las repeticiones. Los fanáticos de la religión “Disney” se resisten a crecer. Una y otra vez leemos opiniones y comentarios que desprecian las versiones live-action solamente porque no repiten lo mismo que la versión anterior.

El caso más reciente fue el rechazo del anuncio de Halle Bailey como Ariel. Los argumentos utilizados no fueron muy diferentes a los que usaría un fundamentalista religioso: la defensa de lo “original”, el berrinche contra lo “nuevo”, y el desconcierto rabioso ante los “cambios” de significado.

La angustia pudiera parecer legítima aunque no deja de ser patética: “si nos quitan nuestro pasado, ¿qué otra cosa nos quedará?” A lo mejor de eso se trata crecer, de que nada nos quede, y gran parte de una generación se resiste a hacerlo, aunque en esa reticencia exhiba muchos de sus vicios y temores: racismo, homofobia, xenofobia, misoginia.

Que Disney se arriesgue a no repetir literalmente sus contenidos del pasado es algo que se aplaude. Aunque tampoco se debe celebrar tanto. A pesar de los cambios que la empresa ha implementado, tratando de cumplir las políticas de identidad del mercado, los fundamentos de sus historias no dejan de estar tan lejos de los valores de Walt.

Sin embargo, los fanáticos de la religión “Disney” son cada vez más exigentes en su ansia de exactitud y literalidad. También son cada vez más explosivos. Que Disney quiera ayudarlos a crecer me parece un acto bastante noble. Algunos lo harán. Otros, permanecerán como aquellos personajes de Nebraska (Alexander Payne, 2013), que han encontrado en en el acto de ver el mismo programa todos los días en un melancólico silencio, la mejor forma de pasar el rato. Así, también han conseguido acabar con su vida. El mundo nunca cambiará para ellos.

 

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