La Forma del Agua es mucho más que una historia de amor fantástica
«Desde niño le he sido fiel a los monstruos. Me han salvado, me han absuelto porque los monstruos son los patrones de nuestras imperfecciones y nos permiten contemplar la posibilidad de fallar y seguir adelante”
-Guillermo del Toro, evidentemente emocionado, nos compartió su realidad en su discurso de aceptación al premio Globo de Oro como Mejor director por La Forma del Agua: su fascinación por los monstruos.
Pero sus monstruos son distintos en cada una de sus filmes y en La Forma del Agua se manifiestan en la forma de una extraña criatura (Doug Jones) que se mueve dentro de un estanque de laboratorio. También se convierte en el protagonista de una historia de amor desarrollada en Baltimore durante la Guerra Fría, justo cuando la vida militar y espacial de los Estados Unidos se encuentra en pleno apogeo.
Complementando esta fantástica fábula se encuentra Elisa Esposito (Sally Hawkins), quien nos muestra su rutina diaria: huevos hervidos, baños de tina y una fascinación por los objetos hermosos. Ella se desplaza acompañada por los acordes musicales de Alexandre Desplat en un ambiente de simetrías perfectas y acuáticos colores.
La relación de la protagonista con el mundo exterior se limita a su amistad con su vecino homosexual Giles, interpretado por un extraordinario Richard Jenkins. Él lleva una vida igual de solitaria y lo han hecho a un lado en su trabajo, no tanto por su falta de talento, sino por sus preferencias sexuales.
Elisa es muda y trabaja como empleada de limpieza en la instalación gubernamental en la que se esconde el estanque donde habita el hombre anfibio. En este ambiente, su gran amiga Zelda (Octavia Spencer), ayuda a la audiencia dando voz al pensamiento de Elisa, además de ser quién lleva la conversación cuando están juntas.
Pero el verdadero monstruo no es quien habita el estanque, sino Richard (Michael Shannon), responsable de torturar al hombre anfibio sin ninguna razón aparente. Él es un obsesivo y perverso villano a quien la frustración de no lograr sus caprichos, lo lleva a manifestar su violencia de diversas maneras, aprovechando su puesto de agente en la institución.
La Forma del Agua es mucho más que una historia fantástica de amor entre los protagonistas: es una declaración abierta de Guillermo del Toro. Nos muestra sus gustos, preferencias, ideales, obsesiones, influencias y, por supuesto, su pasión por el cine. Es, quizá, en esta película donde mejor sintetiza sus emociones, donde no se queda corto y hace una devastadora exhibición de la intolerancia, el racismo, la homofobia y de todo aquello que se sale de “los parámetros establecidos”.
Es también una película “realizada a mano”, cuidada hasta en el más mínimo detalle. Es como si cada escena hubiese sido dibujada por el mismísimo Giles. Se siente que los colores y la música son los elementos que dan voz a Elisa. Logran manifestar en silencio todo aquello que a veces no nos atrevemos a decir, pero que está dentro de nosotros.
También es una historia donde la sensualidad se pone de manifiesto. Nos enseña que los encuentros sexuales se dan sin que exista un subtexto de por medio, porque es la empatía la que lleva a los protagonistas a reunirse en medio de un mundo de metáforas.
La trama se ubica en los años 60, pero tiene una colosal relación con la actualidad. Hay una necesidad de emancipación, de ser solidarios, de respetar las individualidades y las diferencias.
Sumerjámonos en este maravilloso cuento de hadas que Del Toro nos regala y también, como él, démosle las gracias a sus monstruos.