En Mank, David Fincher retoma uno de los grandes relatos en la historia del cine para explorar aquello que le desagrada sobre la industria que la envuelve.
Regularmente, cuando se habla de una película, casi todo el peso de lo logrado recae en una persona: el/la director/a. Algo así sucede con Citizen Kane, obra que el mismo Jorge Luis Borges definiría como la inventora del cine moderno, afirmación con la que estoy de acuerdo como lo expliqué de manera detallada en un anterior texto.
Cuando se habla de este largometraje, casi todas las alabanzas suelen ir hacía su creador: Orson Welles, y en cierta medida las tiene bien merecidas. No sólo en dicha cinta sino en toda su filmografía, demostró ser un brillante realizador e inclusive protagonista.
Sin embargo, la labor fílmica no consiste en el trabajo o visión de una sola persona, sino de las muchas que conforman su creación, por lo que sería erróneo hablar de Citizen Kane sin mencionar los diversos nombres que le dieron vida: como el de su fotógrafo Gregg Toland, el editor Robert Wise o su guionista Herman J. Mankiewicz.
Y es precisamente sobre su relación de este último con Welles y William Randolph Hearst que se suscita el regreso a la pantalla grande de David Fincher, quien utiliza esta historia como un medio para re dignificar la importancia del guión en un filme, a la vez que entreteje una narrativa donde la creación artística se ve enfrascada en una lucha de egos y poder.
Chisme Hollywoodense
Si después de ver The Crown aún se quedaron con muchas ganas de chismesito, el relato sobre el que gira Mank es una de las más grandes polémicas realizadas en torno al séptimo arte. Nuevamente los remito a mi texto de Citizen Kane porque allí la historia del mismo se encuentra más desarrollada, pero aquí les va un resumen: desde su concepción, la ópera prima dirigida por Welles se enfrentó a diversos complots en su contra, ¿la razón? El magnate de la prensa amarillista: William Randolph Hearst encontró una amplia serie de similitudes entre su persona y el protagonista en la obra, y el retrato no era para nada favorable.
Para algunos, estos paralelismos eran más evidentes al conocer la relación entre ambos, pues Mankiewicz era un constante invitado a las fiestas que el empresario organizaba en Hollywood.
Sin embargo, esta no fue la única problemática en torno al largometraje. Citizen Kane sólo ganó un Oscar de las 9 categorías a las que estuvo nominada en 1942: la de Mejor Guión, en donde se encontraban acreditados el ya mencionado guionista y Welles. Pero en 1971, la afamada crítica cinematográfica Pauline Kael publica bajo el nombre Raising Kane, una investigación donde afirma que la participación de Orson fue nula en la redacción del texto que da vida a la cinta, y por lo tanto todo lo escrito era resultado de Herman.
Mank aborda estos conflictos, aunque es en el primero sobre el que se extiende la mayoría de su narrativa: explora las razones que dieron origen a la tensión entre Hearst/Mankiewicz. Pero a eso volveremos más adelante.
Homenajeando el clásico
Primeramente resulta pertinente hablar sobre la confección del relato, el cual es un completo homenaje audiovisual al cine de la época y específicamente al primer filme de Welles.
En el apartado estético, la fotografía de Erik Messerschmidt se centra en los planos medios o close ups separándose de la profundidad de campo ofrecida por el lente de Gregg Toland en el clásico de 1941. Sin embargo, se asemeja en el juego de sombras, la filmación en blanco y negro, además del granulado añadido digitalmente que busca recrear al que se forjaba en los materiales filmados.
A propósito el diseño sonoro no se encuentra tan pulido, e igualmente el montaje externo de su colaborador fetiche: Kirk Baxter, nos rememora a diversas secuencias en la obra a cargo de Welles, específicamente a aquellas donde se yuxtaponen los rostros de nuestros protagonistas ante una situación que simboliza una fuerte caída.
Sin embargo quizá los guiños más claros se reflectan en dos ámbitos: el primero se trata de ciertos encuadres o situaciones que visualmente nos remiten al filme susodicho, la botella cayendo de la mano de Mankiewicz es casi idéntica a la bola de nieve desplomándose, o la rabieta llevada a cabo por Welles es similar a la realizada por Kane cuando es abandonado por su esposa.
Y en segundo lugar, aparece el guión del padre del director: Jack Fincher, para quien curiosamente esta participación significa su primera aparición en los créditos de un largometraje, y lo hace homenajeando la narrativa hecha por Herman: intercalando constantemente temporalidades que aunque lineares brindan una tensión que aumenta constantemente para completar un intrigante desenlace.
Finalmente para este apartado, es imposible no destacar el trabajo de Laray Mayfield realizando el casting para representar a cada una de las figuras que aparecen en pantalla, con especial énfasis al camaleónico Gary Oldman -quien por cierto carga con todo el peso dramático en la cinta- y Tom Burke llenando fabulosamente los zapatos de Orson Welles, tanto desde su entonación/timbre vocal, hasta su juvenil parecido físico y psicomotriz.
El Quijote de Mankiewicz
Conforme avanza la trama, la tensión entre Mankiewicz y Hearst aumentan. Sus diferencias son palpables: mientras uno es sincero y de índole socialista, el otro mantiene un corte capitalista y apuesta por la mentira.
El desencanto del primero va creciendo según su entorno se ve conquistado por las características del segundo. Allí, tras ver convertido el cine como propaganda política, haber provocado la pérdida de un ser querido y finalmente ser insultado, el guionista hace contrapeso al enunciado despectivo de “Sólo es un escritor”.
Pues no sólo la misma trama redignifica el papel del guión como catalizador de la narrativa audiovisual, sino también el poder que ahonda en sus palabras: su capacidad de evidenciar -aunque sea a través de la ficción- los vicios de personas como Louis B. Mayer, capaz de no pagar a sus empleados/as a pesar que la crisis financiera no le estuviera afectando, o el mismo magnate elaborando como Don Quijote su mundo de fantasía sin pensar en como sus aspiraciones personales afectaran la vida de otras/os.
Así como Mankiewicz le brindaba humanidad a Kane mediante su Rosebud, papá Fincher le brinda lo mismo a Herman a partir de diversos elementos que lo acompañan todo el relato: muestra su alcoholismo y adición al juego pero al mismo tiempo su carisma, cariño por su esposa y la preocupación por el bienestar de los/as demás.
Finalmente, el director estadounidense utiliza este largometraje como plataforma para lanzar un mensaje a la industria de la que forma parte. Al inicio del filme se recalca la libertad creativa que poseía Welles con la RKO para la realización de Citizen Kane, y un conflicto recurrente al que se enfrenta su protagonista es el constante reclamo de sus mecenas.
Al final tanto Orson como Mankiewicz realizaron lo que su instinto les dictaba, sin imposiciones dieron lugar a una de las mejores películas en la historia. David Fincher no es ajeno a estos temas -véase lo sucedido con la tercera entrega de Alien-, por lo que lo relatado pareciera ser una clara crítica a la intromisión por parte de los estudios en la realización cinematográfica y por lo tanto la interrupción de nuevas obras maestras. Idea reforzada con una frase dicha por el mismo Welles tras ver el desprecio por parte de la Academia a su ópera prima: “Bueno, eso mi amigo, es Hollywood”.