Hace 20 años, Amores Perros se convirtió en la carta de intenciones de una cinematografía nacional que buscaba resurgir de las cenizas.
Entre los años 30 y 50, la industria cinematográfica mexicana vivió una época de oro, En ella, se producían, distribuían y elaboraban filmes que conectaban e impactaban con los diversos públicos del territorio y el mundo. Cineastas como Luis Buñuel o Ismael Rodríguez dieron vida a las historias más icónicas de la época, el nombre de María Félix o Pedro Infante era reconocido por todo el colectivo nacional. Talento, apoyo y títulos nunca faltaron.
Probablemente de lo primero nunca se ha carecido el país, lamentablemente no podemos decir lo mismo de lo segundo y consiguientemente lo tercero, pues posterior a dicho periodo dorado, el soporte estatal hacía el séptimo arte fue recrudeciéndose hasta alcanzar su punto más bajo en 1998, donde apenas se produjeron 10 filmes.
Dentro de ese contexto una joven generación de realizadores superarían las vicisitudes del entorno y saciarían su inquietud de contar historias, mismas que por su destacable manufactura audiovisual demostraría a la nación y al mundo que la cinematografía mexicana aún tenía mucho por decir. El primer golpe sobre la mesa sería Amores Perros.
Uniendo a la jauría
Estudiante de Comunicación de la Universidad Iberoamericana , posteriormente locutor de radio y posteriormente creador de promocionales del Canal 5, la curiosidad y atrevimiento de Alejandro González Iñárritu lo llevarían a realizar una película, y precisamente sería la segunda característica la que definiría su ópera prima, la cual representaría en cada uno de sus apartados una ruptura para el cine que se realizaba en el país y época.
De inicio habría que enfocarnos en el guión escrito por Guillermo Arriaga, el cual basa su trama en 3 historias que se interconectan en un choque de autos: una de ellas se centra en un triángulo amoroso donde Octavio busca escapar con la esposa de su hermano Ramiro. En otra, se aborda la relación de una pareja conformada por Daniel y Valeria, quienes ven su edén pasional desmentido ante las vicisitudes que supone la complicaciones en términos de salud que enfrenta Valeria. Mientras la última línea argumental se enfoca en El Chivo, un sicario a sueldo que enfrenta los fantasmas que supuso abandonar a su familia.
Cada una de ellas propone y desarrolla un arco bien definido con una reflexión en común -a la que prometo volver más adelante-, pero explicado lo anterior es importante mencionar que los temas y acciones en torno al relato, sumado a los diversos departamentos que componen al mismo, construyen en el subtexto a otro de sus protagonistas: la Cuidad de México.
En el mismo territorio y apenas a algunos pasos de distancia, coluden dos realidades: la clase alta y la marginada, los anhelos de ascender en la escala social y el espejismo de la fama son puestos frente a frente, sumidos en montaje -donde participó el mismo Guillermo del Toro, quien inclusive redujo 40 minutos del metraje- que intercala sus narrativas en un ritmo frenético característico de la capital.
Al que se suma la fotografía Rodrigo Prieto, quien filma los sucesos con la cámara en mano y una tonalidad plateada que remite a esa ambientación contaminada por smog en la cuidad. Estética visual buscada por el director mexicano tras observar el trabajo de Christopher Doyle, además de Robby Muller en Breaking the Waves.
En el apartado musical, Iñárritu buscaba una ambientación que le recordara a los Rolling Stones: una guitarra distorsionada con ritmo funk. Gustavo Santaolalla fue el encargado de componer esa atmósfera desoladora que sus acordes refuerzan a la trama.
Filosofía Canina
La figura de los perros que acompañan a sus protagonistas fungen como una metáfora de la personalidad en cada uno de ellos/as, Cofi puede vislumbrarse cariñoso pero si necesita pelear por lo que desea egoístamente, luchará por ello, descripción que encaja a la perfección con la brindada por el cineasta mexicano sobre Gael García: “Tiene cara de bueno, pero puede ser un hijo de la chingada.”
Por otro lado, Richie representa la fragilidad de la fama que envuelve a Valeria, y nuevamente Cofi es el espejo del Chivo: alguien que lastimó a quienes más quería, con una huella de violencia que lo sigue, pero que ha reflexionado y cuenta con la oportunidad de redimirse al escapar de ese circulo vicioso y empezar de cero.
Juré volver a la temática de la cinta y precisamente esto último nos remite a la misma: los/as protagonistas en el filme actúan bajo sus propios intereses/beneficios, su egoísmo los lleva a tomar decisiones que les costarán muy caras, perderán todo lo que deseaban y amaban, sin embargo mientras aún contemos con vida, una segunda oportunidad se nos presenta en el camino y tenemos la decisión de aprender o no sobre nuestras caídas.
La última secuencia gira en torno a esto: la redención del Chivo, el reconciliarse con la heridas del pasado, pasar página y levantarse hacía un nuevo amanecer.
Una época de oro eclipsada
A diferencia de lo sucedido en 1998, en la actualidad el número de largometrajes producidos en México es de 216, quizá algo tenga que ver el éxito de las primeras cintas de Iñárritu, Cuarón y Del Toro. Amores Perros fue el inicio de una carrera brillante entre las diversas personas involucradas, el filme y los posteriores premios demostraron que en el país existe un enorme talento.
Con los nombres ya mencionados, a los que podríamos sumar el de muchas/os más, la pregunta sobre como no ha existido una nueva época dorada para el cine mexicano se hace presente. Nuevamente la falta de apoyos estatales -algunos recientemente desaparecidos- sumados a una distribución que no ha llevado su cine a las audiencias de su país, nos brindan la respuesta y nos permiten vislumbrar como lejana la posibilidad de un nuevo auge en la industria cinematográfica nacional.